En
pro del Negro
Para evitar
que los amos burlen la ley del 2 de febrero, bajo severas penas ordena a
los propietarios de esclavos, a los párrocos y demás autoridades locales
que den cuenta al gobierno del nacimiento de hijos de esclavos, para que
las criaturas sean debidamente registradas. El niño quedará con su madre
hasta los dos años de edad; el amo lo tomará a su cuidad desde entonces,
y tendrá el deber de guiarlo y educarlo convenientemente, pudiendo
valerse gratuitamente de sus servicios hasta los quince años. Después de
esa edad, y hasta los veinte, deberá pagarle un salario que depositará
para formarle un capital
Fuente: Gibelli, Nicolás J., Pérez Amuchástegui, A.J.; Crónica
Argentina Histórica Tomo 2; Editorial Codees S.A.; Buenos Aires; 1968; páginas
40/41 Seleccionado por el equipo Stamble Moguttu del Certamen
Revolución de Mayo - 1999 |
Encuentros
En los festejos públicos había otras diversiones populares: las danzas
en que niñas y niños bailaban siguiendo las carrozas hasta la plaza
central en donde los esperaba un tablado construido para la festividad.
Sobre el tablado bailaban, marchaban y formaban con cintas una gran
variedad de figuras. El fandango (prohibido por un edicto del obispo Juan
José Peralta el 30 de julio de 1743 bajo pena de excomunión mayor) y el
candombe eran bailes propios de la comunidad afroargentina. Pero las más
provocativas eran las ceremonias de la danza del santo, un culto hierático
y esotérico donde confluían lo mágico y lo religioso: ruegos,
tamboriles, contorsiones y rezos en la compleja organografía de origen
africano. Para el Carnaval, tan pronto como sonaba en el Fuerte la
descarga de cañón, a las doce - señal del comienzo de estas
celebraciones -, se desataba la euforia de los ineludibles y omnipresentes
tambores y tamboriles, las marimbas y el espasmódico crepitar de las
mazacayas. (1) Los afroargentinos abandonaban entonces los barrios del
Tambor y del Mondongo, la Plaza de la Fidelidad y Santa Lucía, Monserrat
y la Concepción. Desde el sur, por el camino del Mercado, enfilaban hacia
la calle Buen Orden - hoy Bernardo de Irigoyen -, rumbo a la Plaza Mayor.
Para la gente decente, las diversiones de los negros bozales eran las más
bárbaras y groseras. Su canto era considerado un aúllo. Basta ver los
instrumentos de su música, para inferir lo desagradable de su sonido,
relata Concolocorvo: "la quijada de un asno, bien descarnada, con su
dentadura floja, son las cuerdas de su principal instrumento, que rascan
con un hueso de carnero, asta u otro palo duro, con que hacen unos altos y
tiples tan fastidiosos y desagradables que provocan a taparse los oídos o
a correr a los burros, que son los animales mas estólidos y menos
espantadizos". (2) En lugar del tamborilillo de los indios, los
afroargentinos usaban un tronco hueco, en cuyos extremos le ceñían un
pellejo tosco. Se lo cargaba tendido sobre la cabeza, mientras otro músico
por detrás con dos palitos en la mano, en figura de zancos, iba golpeando
el cuero con sus puntas. Sus danzas siempre llamaron la atención de
aquellos eternos custodios de la moral y las buenas costumbres. Según éstos,
"se reducía a menear la barriga y las caderas con mucha
deshonestidad, lo que acompañan con gestos ridículos, que traen a la
imaginación la fiesta que hacen al diablo los brujos en sus sábados y
finalizan en borracheras" (1) Las descripciones más coloridas y
apasionadas de estos festejos se pueden leer en Ortiz Oderigo, Néstor.
Aspectos de la Cultura Africana en el Río de La Plata. Plus Ultra, Buenos
Aires, 1974. (2) Concolorcorvo. El Lazarillo de ciegos caminantes desde
Buenos Aires hasta Lima. Desclée de Brouwer, París, 1938.
Fuente: Cicerchia, Ricardo, Historia de la vida privada en la
Argentina, Editorial Troquel, Buenos Aires, 1998, pág. 106 a 109.
Seleccionado por el equipo Sabás Nicomedes del Certamen Revolución
de Mayo - 1999 |